'Pride' de Connor Lassey |
Este blog es el
testimonio de un chaval al que le gustan los hombres maduros. Que forjó su
sexualidad a base de encuentros clandestinos de dudoso gusto. Que naturalizó lo
feo y lo incorporó a su vida durante todo el proceso de consolidación de su
vida de adulto.
He escrito
múltiples entradas insistiendo en este tema. El morbo del contraste. El amante animal. La degradación del pasivo. La sumisión.
Pero la cuestión
última no es dónde me llevaron mis pasos. En sí mismo, ni acostarse con maduros
es feo ni ser pasivo es degradante. Lo que de verdad importa son las mecánicas
mentales que me impulsaban en todo este camino.
Al final, incluso a
las puertas de la mediana edad como estoy, todo se resume en algo con lo que
nos topamos en el jardín de infancia: la autoestima.
Nos pasamos la vida
poniendo a prueba el concepto que tenemos de nosotros mismos. Si somos lo
suficientemente buenos. Si nos lo merecemos. Si nos merecen. Si sirve para
algo. Incluso el tipo más deslumbrante se empeña en brillar tanto para que no nos
fijemos en sus inevitables imperfecciones.
Hay quienes nos
resistimos a una vida de lucha continua. La autosuperación es algo muy cansado
y que no ofrece resultados fiables. Abrazar la derrota desde el principio, sin
embargo, garantiza la estabilidad. La del depresivo y el llorica, sí. Pero uno
sabe siempre a qué atenerse. O eso pensamos.
Porque está muy
bien encerrarte en la cabina con el más decrépito de la sauna porque es lo
máximo a lo que puedes aspirar. Te ahorras la cruel bofetada del rechazo y
además no pierdes el tiempo en el busca-y-compara. Por no mencionar lo
reconfortante que es salir follado de ahí, en oposición a los que pierden la
tarde pasilleando y se van a casa con los huevos llenos por exigentes y
finolis.
Si llegas a creerte
de verdad toda esta mierda supongo que tienes lo que te mereces. La felicidad
del bobo y la calma del loquito de atar. Pero siempre hay una grieta. En algún
momento acabas cruzándote con un señor de mandíbula cuadrada y carnosos pezones
que te hace desear ser mejor. Merecerlo.
Este blog está
lleno de este tipo de luchas. Yo pensaba que quedarme en el lodo era lo cómodo,
cuando resulta que a la mínima que quieras moverte resbalas y te hundes de
nuevo hasta las cejas. E insisto: guarrear en el fango es lo que nos hace
felices a los cerdos, así que nada en contra. Pero para ser feliz hay que
quererlo.
Durante los
primeros meses de este año tuve una epifanía. Casi literalmente me caí del
caballo y el que se levantó no era ya exactamente yo. O a lo mejor es el modo
en que mi dramática mente me vende la moto, claro. No iba yo a iniciar un
proceso de cambio en mi vida sin echarle literatura al asunto.
Tanto es así que hace
unas semanas participé en mi primer Orgullo. De un modo superficial y festivo,
pero estuve ahí. Siempre lo había visto como un evento colectivo. Reclamar, a
nivel global, una visibilidad que nunca puede darse por segura. Pero aquella
noche, mientras me cruzaba por la calle con docenas de tíos que había
idolatrado por internet y que resultaba que no eran para tanto, me di cuenta de
que lo primero que hay que reivindicar es a uno mismo.
Ya ni siquiera se
trata de las discusiones trilladas de por qué se necesita un Orgullo Gay y no
un Orgullo Hetero o si las locas de las carrozas nos representan o no. Se trata
de salir a la calle representándote a ti mismo. Cada día. Por lo menos la mejor
versión de ti que puedas alcanzar. Es agotador y muchas veces frustrante pero,
como digo, quedarse parado tampoco te ahorra las lágrimas.
Todo este rollo
extemporáneo y algo caducado viene a que durante los últimos meses he ido
quemando varias de estas versiones mías. La voz con la que os contaba mis
experiencias del pasado ya no me sirve, por lo menos en estos momentos.
Siento que ha llegado
la hora en que Conmaduros deje hablar a Marcos Udón. En esencia es la misma
persona. La perspectiva es completamente diferente: a partir de ahora miraré
hacia adelante. Y un poquito hacia arriba, con la barbilla bien alta.